Aarlios
Aarlios sabia que iba a morir. No había duda. Así lo indicaban los ojos furiosos de Mercarios. Y el hecho de que Mercarios hubiera llegado antes a su casa y lo hubiera encontrado hurgando en su baúl en lugar de solamente descubrir el hurto horas después como mandaba el implecable plan ideado por Aarlios el mes anterior, solamente confirmaba su presentimiento.
Ahora tenía dos opciones, morir como ratón asustado y sin defenderse o usar el brazalete de marfil para enfrentarse a Mercarios. Pero solamente tenía tres segundos para tomar la desición y ya habían pasado dos. De repente todo comenzó a pasar de manera lenta ante sus ojos y se encontró mirando, como si mirara a alguien más, la escena que siguió. Mercarios comenzó a meter el pie por el marco de la puerta, en dirección a la espada que se encontraba sobrea la chimenea llena de cenizas frías. Su brazo se alzó en busca del frío mango que sería quizá su única defensa contra el pequeño truhán. Aarlios, por su parte, tomó el brazalete en su mano izquierda sintiendo la fría textura y las imágenes y simbolos grabados en su superficie y alzó la mano derecha dispuesto a ponérsela antes de que Mercarios pudiera abalanzarse sobre él. Mercarios, sin quitar la vista del muchacho y con la familiaridad natural de alguien que conoce exactamente dónde están las cosas más valiosas de su casa, tomó el mango de la espada y sin dudarlo siquiera un segundo y con el mismo impulso abanicó la espada y la lanzó en dirección del ladrón. Aarlios estiró el brazo, y sin esperar más decidió poner a prueba el mito. Pensó: “detente Mercarios”. Sudor frio y un miedo glacial le recorrió la espalda al caer en la cuenta de que si el mito era falso en poco tiempo estaría muerto. Ya no había vuelta atrás. Vió el acero brillar frío e implacable. Una serpiente estaba dibujada claramente a lo largo de la hoja. Como si fuera un sueño increible hasta pensó que era una espada realmente bellísima. No merecía estar sobre una chimenea sucia. Si fuera suya la portaría todo el tiempo. Quizá pronto sería suya pensó, si no es un mito.
El mito decía que el brazalete tenía poder sobre los Imercators, los habitantes del reino antiguo de Imercaton, donde las leyes del mundo eran distintas y el mundo estaba sujeto a sus deseos. Un día, hace ya varias edades, un Imercator, del cual se ha borrado ya su nombre y se ha prohibido nombrarlo, quiso tener también poder sobre sus compañeros. En secreto creo un brazalete, hecho con una las dos piezas de sustancia blanca que descubrió en lo profundo de una gruta. Al tocarlas un destello nubló la mente del Imercator y vió un mundo azul, lleno de agua y donde brillaba un fuego amarillo imposible de mirar. Intento acercarse a ese fuego, deseando tocarlo y poseerlo sólo para sí. Dió un paso hacia adelante y entonces tropezó con una piedra del fondo de la gruta y al caer despertó de la ensoñación. Para su sorpersa, delante de él había otro Imercator que lo miraba sorprendido. Al darse cuenta que alguien más sabía de la existencia del material, sintió crecer dentro de sí el deseo de hacerlo callar, de obligarlo a guardar el secreto, y mientras esto sucedía, sus manos apretaban con fuerza cada pieza blanca. Y al hacerlo descubrió algo muy raro, el otro Imercator comenzó a brillar con la misma intensidad del fuego que acababa de vislumbrar. El otro Imercator primero se sorprendió pero después empezó a retorcerse con desesperación. Las piedras caían alrededor de ambos, mientras luchaban una lucha desigual, una lucha que inciaría una guerra que terminaría destruyendo su mundo. Finalmente se impuso la fuerza del que sostenia las piezas de marfil y, descubriendo su crimen y su nueva condición, comenzó a desandar su camino, dirigiendose a su casa y sopesando la magnitud de su nuevo poder. Tras él quedaba un rastro de destrucción que a cada paso iba siendo más y más avasallador. Cada paso relataba el creciente dominio del Imercator sobre sus recientemente adquiridos poderes. Pronto era visible desde muy lejos su avance destructor. Los demás Imercators lo notaron y no tardaron en concluir que algo había cambiado. Uno tras otro se congregaron, primero por curiosidad y luego por miedo. Poco a poco se fueron preparando. El miedo los hizo fuertes, y los hizo unirse. Finalmente se encontraron frente al causante de esa marejada de destrucción. Éste se detuvo frente a ellos y sonrió con la confianza de un depredador frente a una presa indefensa. Miró a ambos lados y vió a cada uno de sus compañeros y les dijo: Ahora yo soy Imercaton, Imercaton soy yo. Nadie habló. Todos notaron lo que sostenía con fuerza en cada mano y supieron que eso era la causa del cambio. Alguien intento avanzar hacia el Imercator dispuesto a enfrentarlo. El Imercator estiró el brazo y le dijo: detente, Imercator. Y así sucedió. Una incredulidad se apoderó de los demás Imercators al descubrir que ya no eran ellos los que imponian sus deseos al mundo sino que era ahora el Imercator el que se imponia sobre ellos. Dos más intentaron enfrentarlo; luego tres y luego los restantes. Todos se quedaron inmóviles como estatuas. El Imercator volvió a sonreir. Dio la vuelta y regresó sobre sus pasos. Cuando desapareció de la vista, uno a uno los Imercators recuperaron el control de sus cuerpos y la furia que ardía dentro de ellos era infinita. Juraron vengarse, así fuera pagando con sus vidas la injuria. Nadie supo nada del Imercator por un tiempo y ellos se organizaron como mejor pudieron. Al fin, declararon la guerra sobre el tirano y sobre el origen de la tiranía. Decidieron que lo vencerían y arrojarían las piezas del material blanco fuera del mundo y cerrarían su mundo nuevamente para que nuca nadie intentara ser mayor a sus compañeros. El más viejo de ellos decidió que se exiliaría junto con las piezas fuera de su mundo, sin opción a regresar jamás. Además, se encargaría de esconder las piezas en donde nadie fuera capaz de encontrarlas nunca. Y el secreto moriría con él. Así lo hicieron. Iniciaron la guerra de las guerras que destruyó a la mayoría de los Imercators y que dejó a los restantes sin deseos de recordarla. En la batalla final, todos los Imercators rodearon el valle donde se encontraba el Imercator. Él los dejó rodearlo, confiado en su fuerza. Mientras veía como se formaban uno a lado del otro a su alrededor miró el brazalete que había creado a partir de los pedazos blancos encontrados. De esta forma siempre llevaba consigo la fuente de su poder. Cuando se cansó de verlos ahí, enfrentándolo, se puso de pie y miró a la multitud que había venido por él. Sonrió una vez más y comenzó a estirar su brazo. Pero no tuvo tiempo de hacerlo. Antes de que pudiera alzarlo y ordenarles que murieran, algo paso volando a su lado de manera sorpresiva. Un brillo extraño paso frene a sus ojos y cuando desapareció, también había desaparecido su brazo. Durante un momento no supo qué pensar. Esto era totalmente nuevo, inimaginable, intolerable. Luego, un dolor desgarrador lo despertó a la realidad. Su brazo yacía en el piso. Hipnotizado, miró su brazo como nunca lo había visto, como si fuera de alguien más y el brazalete lo adornaba hermosamente. Esa fue su perdición, porque si no hubiera desperdiciado el tiempo mirando su recién perdido brazo, hubiera podido ver que a lo lejos volaban piedras de todos los tamaños en su dirección. Volteó a su lado izquierdo y miró una espada clavada en el piso, su mango era del mismo material blanco que tanto le fascinaba. Volteó a su derecha mientras la primera piedra lo golpeaba inundandolo con una nueva oleada de dolor. A lo lejos miró al viejo Imercator observándolo fijamente. Otro golpe lo envió al piso y cayó mirando su brazo inerme. Pronto todo se comenzó a oscurecer y lo último que vio fue al viejo recoger la espada que había lanzado contra él y usarla para separar la mano del brazo y tomar el brazalete. Una montaña de piedras cubrió el valle completamente, hasta que una nueva montaña emergió en el lugar. La mañana siguiente, se reunieron los Imercators sobrevivientes. Se concentraron en un circulo que cubría gran parte de la superficie de la nueva montaña. El viejo Imercator estaba enmedio. De repente, todo comenzó a temblar. El aire comenzó a condensarse alrededor del viejo que sotenía en una mano la espada y vestia el brazalete en el otro brazo. Pronto la estructura del mundo alrededor del viejo cambió. Un agujero impensable y aterrador se abrió dispuesto a devorarlo. El viejo volteó sorprendido, alzando la espada y cubriendose el rostro con el brazalete. Una duda lo envolvió y trató de voltear hacia sus compañeros para enfrentarlos, pero ellos no lo dejaron y, concentrándose más, lo empujaron hacia el agujero sellándolo tras él. Al cerrarse, todos cayeron al suelo, agotados. Poco a poco se fueron levantando y cada quién se fue en la dirección que mejor le pareció. Aunque habían vencido al Imercator, éste también los había vencido a ellos. Les había mostrado que ellos podían dominar a sus compañeros y al mismo tiempo, al castigar ellos el alzamiento del Imercator, se habían negado los medios de dominar a sus compañeros. Los sobrevivientes, temerosos de que alguno de sus compañeros tomara la espada y el brazalete, prefirió empujar al viejo a la nada. El viejo, al notar su posibilidad de reinarlos, fue consciente de las consecuencias de su indesición demasiado tarde.
Mercarios, despertó en un mundo azul lleno de agua y de un fuego imposible de mirar. A lo lejos una aldea de casas de madera manchaba el cielo con los humos de sus chimeneas. Caminó hacia allá, sosteniendo su espada y sintiendo el peso del brazalete en su brazo. Cada paso que andaba imaginaba como sería gobernar a los pobres habitantes de esa aldea y a los de ese mundo tan cegadoramente azul. A lo lejos vio a varios animales reunidos y algo llamó su atención. Tenían un par de piezas blancas afiladas al frente. Volteó a mirar su espada y su brazalete. Una sensación extraña comenzó a tomar forma dentro de él. Al acercarse, confirmó su presentimiento. Eran la misma sustancia. Y no había nadie que pareciera tener un interés especial en ella. No había necesidad de esconder los fragmentos del material blanco en un lugar secreto. Quizá por eso detrás de él no había un rastro de destrucción como el que recordaba de su mundo. Se dirigió a la aldea. Todos lo miraron con asombro. No traía ni equipaje ni comida. Solo una espada y un brazalete. Todos pensaron que estaba loco. Cuando intentaron hablar con él, sólo respondia con sonidos ininteligibles. Se aisló. Sólo los niños acudian a verlo, más por curiosidad y para hacerle bromas. Con el tiempo comenzó a enteder lo que decían los habitantes del pueblo. Pasado más tiempo ya nadie le prestaba atención. Los niños se hicieron grandes y los niños de los anteriores niños eran ahora los que acudian a verlo. El trataba de platicar con ellos. De contarles la grandiosidad de su mundo y las historias de la guerra que la cimbró. Los niños lo escuchaban divertidos, dándole el mismo interés y atención que le daban a corretear ardillas y lanzar piedras al rio. Al llegar a sus casa le repetían las historias a sus padres y los padres, pacientes, los escuchaban sin interrumpirlos. Esto sólo confirmó a los adultos que el viejo estaba loco. Menos atención le daban después de eso. Un día, al caminar por la plaza con una turba de niños siguiéndolo y burlándose de él ya no aguantó más. Se arrepintió amargamente de su autoinfligido exilio. Imaginó a sus antiguos compañeros riéndose de su solitario destino. Una furia crecia en su pecho, mientras pasaba tropezando entre los puestos de la plaza. Los dueños de los puestos le gritaban viejo loco, fíjate. El corría lo más rápido posible, notando con tristeza que en este mundo brillante, su cuerpo degeneraba con rapidez. Al llegar a su casa vió la puerta abierta. No estaba dispuesto ya a soportar esa humillación. Él fue, por un instante, señor de los Imercators. Él fue, Imercaton. Y al abrir la puerta vió que un muchacho flacucho, con cara sorprendida, se atrevia a irrumpir en su palacio y robar uno de los dos únicos recuerdos de su mundo. No lo iba a permitir. Nunca más. Se lanzó en pos de la espada. Sin pensarlo dos veces, desahogó su furia contra el niño que en un infantil juego, había intentado jugar a ser Imercator. Antes de que Mercarios pudiera reflexionar en lo que hacía, la espada ya volaba por los aires. Como si mirara un sueño, vio al niño alzar el brazo en una burda imitación del Imercator y escucho las palabras:
detente, Mercarios.
Pero no estaban en Imercaton. Aquí el marfil sólo es blanco y nada más